LOS ÁNGELES EXPULSA, MICHOACÁN RESIENTE

Los Ángeles, hogar de la comunidad mexicana más grande fuera de México, vuelve a ser escenario de redadas y deportaciones que ponen en vilo a miles de familias. En días recientes, la ciudad vivió protestas multitudinarias en rechazo a los operativos migratorios ordenados desde Washington. La población migrante vive entre la incertidumbre y el temor, consciente de que cada redada puede significar un ser querido menos en la cena familiar.
La realidad detrás de las cifras es escalofriante. Tan solo en 2024, Estados Unidos repatrió a 190,491 mexicanos, un promedio de 570 connacionales expulsados por día. California juega un papel central en este fenómeno: concentra a más del 36% de los migrantes mexicanos en EE.UU., y el área metropolitana de Los Ángeles alberga a cerca de 1.48 millones de personas nacidas en México. Es decir, cualquier ola de deportaciones en Los Ángeles golpea de lleno a nuestra diáspora.
El impacto para Michoacán –y su capital Morelia– es directo y doloroso, al encabezar lista de estados receptores de remesas, con cifras récord que superaron los 5,600 millones de dólares en 2024. Detrás de esos dólares hay historias de esfuerzo y añoranza: padres y madres que trabajando en California sostienen economías familiares enteras en la Tierra Caliente o la Meseta Purépecha. Cada vuelo de repatriación representa un sueño americano roto que regresa a casa.
Las deportaciones masivas no solo separan familias; amenazan también la estabilidad de comunidades enteras. Los mexicanos constituyen casi la mitad de los once millones de indocumentados que se calcula residen en Estados Unidos, y las remesas que envían representan alrededor del 4% del PIB nacional. Solo en 2024, México recibió un récord de 65 mil millones de dólares por este concepto. Una reducción abrupta de esos envíos –o un gravamen punitivo– sería un golpe tremendo para estados como Michoacán, donde miles de hogares dependen de “los dolaritos” que mes con mes llegan del norte.
Y es aquí donde vale la pena recordarlo con todas sus letras: California es la quinta economía más grande del mundo, superando incluso a países enteros. Y parte esencial de esa potencia se sostiene con el trabajo de nuestra gente, de los migrantes que limpian oficinas, construyen carreteras, cosechan campos y sostienen industrias enteras. Es una contradicción brutal que, mientras su esfuerzo enriquece al estado más poderoso de EE.UU., se les siga tratando como amenaza en lugar de reconocerlos como lo que son: fuerza de trabajo, motor económico y comunidad viva.
Resulta desconcertante el tono de desdén que asoma en algunos discursos oficiales; como el senador Gerardo Fernández Noroña, presidente del Senado, evidenció esa actitud al mofarse de una propuesta estadounidense de elevar hasta un 15% el impuesto a las remesas enviadas por migrantes. “Ya un senador estadounidense ahora dice que le van a poner 15%. ¡Ay, estás viendo y no ves, senador!… quieren apagar el fuego con gasolina”, soltó Noroña entre risas. Sus palabras, lejos de abonar a una solución, destilan una peligrosa sorna.
El desprecio implícito –casi celebratorio– hacia las amenazas de Washington no pasó inadvertido. El senador republicano Eric Schmitt, autor de la iniciativa, respondió de inmediato endureciendo su postura y proponiendo subir dicho gravamen al 5%. Jugar a la bravata nacionalista con un tema tan sensible es, en el mejor de los casos, una imprudencia.
Como escribió Hannah Arendt, una de las pensadoras políticas más influyentes del siglo XX, “el verdadero problema de los refugiados y apátridas no es su falta de nacionalidad, sino su falta de un marco político donde su voz sea escuchada”. La política migratoria no se trata solo de cifras ni de fronteras: se trata de dignidad, de representación y de humanidad. Gobernar, en este contexto, implica entender que proteger a los migrantes no es un acto de generosidad, sino de justicia.
Al final del día, Michoacán y su gente son quienes resienten el vaivén de estas decisiones. La migración no se detendrá con fanfarronadas ni con muros, porque está arraigada en la desigualdad y la falta de oportunidades que siguen lacerando a nuestro estado y a muchos rincones del país. Cada michoacano deportado que regresa significa una familia fracturada y un desafío económico más para comunidades que ya de por sí viven al límite. Ante ello, nuestro deber como sociedad –y el de nuestras autoridades– es exigir seriedad, empatía y soluciones de fondo. Los números cuentan una historia de idas y venidas entre Los Ángeles y Morelia, pero detrás de ellos hay seres humanos. No lo olvidemos al opinar, educar, legislar y gobernar.