Impuesto a las Remesas: Una Puñalada al Corazón Económico de Michoacán

En un país donde millones viven gracias a la migración, gravar las remesas no solo es un error técnico: es una ofensa moral. Hoy, con preocupación, vemos cómo desde el Congreso de Estados Unidos se impulsa una propuesta para imponer un impuesto del 5% a las remesas enviadas por personas migrantes, incluso aquellas con residencia legal o visas temporales. Se trata de un golpe directo a los hogares que dependen del esfuerzo de quienes dejaron todo atrás para sostener a sus familias desde el extranjero.
Este tipo de medidas no son nuevas, pero sí cada vez más peligrosas. La propuesta —impulsada por el presidente Donald Trump y sectores duros del Partido Republicano— calcula recaudar 22 mil millones de dólares en diez años. ¿A costa de quién? A costa del jornalero, de la madre soltera, del estudiante que envía 100 o 200 dólares para que sus hermanos coman o estudien. Según el Banco Mundial, en 2023 se enviaron 656 mil millones de dólares en remesas a nivel global. Solo México recibió 63 mil 300 millones. Michoacán encabezó la lista nacional, con 5,209 millones de dólares en todo el año.
Es decir: una de cada 12 remesas que llegan a México termina en Michoacán.
Y tan solo en el primer trimestre de 2025, nuestro estado ya recibió 1,269 millones de dólares, por encima de Jalisco (1,250 mdd) y Guanajuato (1,218 mdd).
Estamos hablando de una política que amenaza directamente el ingreso principal de miles de familias michoacanas. Gravar esas remesas significa recortar su gasto en medicinas, en comida, en educación o en vivienda. Significa castigar el esfuerzo de quienes ya pagaron impuestos en EE. UU., como lo ha señalado el propio secretario de Hacienda de México: este impuesto sería una doble tributación, violatoria del Tratado para Evitar la Doble Tributación entre México y Estados Unidos, vigente desde 1994.
Además, se trata de una medida que introduce un criterio fiscal discriminatorio: grava solo a quienes no son ciudadanos estadounidenses, afectando incluso a migrantes con visas temporales o residencia legal. Es una afrenta al principio de equidad fiscal internacional, y una contradicción con la propia legislación interna de Estados Unidos, que prohíbe crear impuestos que distingan por nacionalidad en actividades económicas similares.
Lo más grave es que, mientras allá se cocina esta medida, aquí reina el silencio. Nuestros representantes en la Cámara de Senadores, en la Cámara de Diputados y en los gobiernos estatales, deberían estar ya defendiendo hasta el último centavo de los migrantes michoacanos, y sin embargo, apenas se han pronunciado. Pareciera que, para algunos, la lejanía de los paisanos justifica la omisión.
La comunidad migrante no pide favores. Exige lo justo. Y lo justo es que quienes viven de su representación actúen de inmediato con firmeza política, con defensa jurídica internacional y con presión diplomática. De lo contrario, será el propio Estado mexicano quien le falle a su diáspora.
Desde una perspectiva técnica, este impuesto no solo es inviable y regresivo; es contraproducente. Limitar el flujo formal de remesas incentivará el uso de canales informales de envío, afectando la trazabilidad financiera, debilitando las instituciones del sistema bancario y provocando efectos macroeconómicos negativos tanto para México como para Estados Unidos. El flujo de remesas no solo mitiga la pobreza; es una fuente clave de divisas, inversión comunitaria y estabilidad social.
Reducir el ingreso de los hogares receptores impactará el consumo interno en cientos de municipios mexicanos, profundizando las desigualdades y revirtiendo décadas de integración económica binacional.
Hoy, más que nunca, el mensaje debe ser claro:
Las remesas no son un lujo. Son un derecho ganado con sudor, y deben ser defendidas con todos los recursos jurídicos, económicos y políticos disponibles.
Ahora, la pelota está en la cancha de las autoridades mexicanas. Hay más de 38 millones de personas de origen mexicano en EE. UU. y millones más en el mundo. Defender su esfuerzo no es un gesto, es una obligación.
Nuestros funcionarios tienen una deuda pendiente con la diáspora, y esta es la hora de saldarla. Ya no bastan los comunicados diplomáticos. Lo que se necesita es acción.
Estamos observando de qué están hechos.
Y lo mínimo que pueden hacer… es dar esta batalla por quienes nunca han dejado de sostener a México.