MEXICANA/O DATE CUENTA

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Durante la época del Porfiriato en México, un período caracterizado por la concentración del poder en un solo hombre, el control sobre las instituciones de Estado fue llevado a límites preocupantes. La Constitución de 1857 establecía formalmente la independencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pero en la práctica, Díaz manipulaba esa independencia a su conveniencia. La designación de presidentes de la Corte no era meramente técnica; era una herramienta de control político, un medio para asegurarse de que la justicia sirviera, en todo momento, a los intereses del régimen. La figura del presidente de la Suprema Corte (que podía, en ausencia del Presidente en turno, cumplir funciones presidenciales) se convirtió en un símbolo de esa subordinación institucional. Díaz elegía a quién sentar en ese puesto, preferentemente a personas que le fueran leales, que mantuvieran la línea del poder absoluto.

Esa estrategia no solo garantizaba la obediencia de los órganos judiciales, sino que también consolidaba una estructura en la que las decisiones judiciales estaban hechas a la medida del gobernante de turno. La justicia, en ese escenario, dejó de ser un baluarte imparcial para convertirse en un instrumento de control y de perpetuación del régimen autoritario.

Avanzando a la actualidad, el panorama no es muy diferente en algunos aspectos. La reciente elección y nombramiento de ministros en la Suprema Corte en México ha levantado fuertes cuestionamientos sobre la transparencia, independencia y equidad del proceso. La concentración del poder en la figura de la Presidenta a generado una percepción de que las decisiones clave en la selección de las máximas autoridades judiciales están siendo movilizadas desde un solo centro de mando, con un enfoque de control y subordinación.

Al igual que en el Porfiriato, donde las designaciones no eran producto de un proceso técnico transparente, sino de conveniencia política, ahora se observa un proceso que, para muchos críticos, no ha escapado a esa lógica. La justificación argumentada en algunos sectores de que estos nombramientos buscan fortalecer la autonomía del Poder Judicial se contrasta con la percepción de que, en realidad, estos movimientos consolidan una concentración aún mayor del poder en manos del Ejecutivo, que pretende asegurarse de que sus intereses prevalezcan en todos los ámbitos.

Este paralelismo nos invita a reflexionar sobre el precio de la concentración de poder en una sola figura o en un solo protagonista político: la independencia de las instituciones, la transparencia en los procesos, y la justicia imparcial quedan en entredicho. La historia del Porfiriato nos ofrece una advertencia clara, cuando los mecanismos de control institucional son utilizados para perpetuar la voluntad de una sola persona (ya sea por medio del control de la justicia, la manipulación de nombramientos o la eliminación de contrapesos) la democracia y el Estado de Derecho se ven gravemente amenazados.

El recuento de estos hechos nos llama a una reflexión profunda: ¿A qué coste se construyen las democracias mexicanas? ¿Estará dejando atrás nuestro país, en esta nueva etapa, los errores del pasado donde la concentración del poder debilitaba las instituciones y minaba la justicia? La historia, y también la realidad reciente, nos dicen que no podemos permitir que una sola voluntad controle todos los Poderes del Estado, pues esa con todas las palabras, sería la puerta a un autoritarismo disfrazado de legalidad.

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Diego Chávez

El autor cuenta con estudios jurídicos con experticia en asesoría Legislativa Parlamentaria, es Consultor en imagen pública – política y analista para diferentes medios.

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